La fe es uno de esos conceptos que atraviesan nuestra vida, aunque no siempre nos demos cuenta. Solemos pensarla únicamente como un vínculo con lo divino, como creer en Dios o en un ser superior. Pero la fe va mucho más allá: es una capacidad profundamente humana que nos permite proyectarnos, confiar, esperar o temer.
Cuando hablamos de fe en positivo, hablamos de esa confianza que nos impulsa a seguir adelante aun sin tener certezas absolutas. Es el motor de la esperanza, el combustible de los sueños y la raíz de la resiliencia. Con fe positiva creemos que las cosas pueden mejorar, que nuestros esfuerzos tienen sentido y que, aunque no sepamos cómo, el camino se abrirá.
Pero también existe lo que podríamos llamar una fe negativa. Esa que, sin darnos cuenta, depositamos en la desgracia, en el miedo o en la sospecha de que “todo saldrá mal”. Temer algo que todavía no ocurre es, en cierto modo, una forma de fe: es creer con fuerza en un futuro oscuro. La diferencia es que esa fe no nos impulsa, sino que nos paraliza.
La fe, entonces, no es buena ni mala en sí misma. Es una fuerza, una facultad, un dinamismo vital (para conectar con lo que hemos hablado antes). Lo que realmente importa es hacia dónde la orientamos: ¿a la confianza, la esperanza y la construcción? ¿O al miedo, la duda y la parálisis?
Al final, la fe es un espejo de lo que creemos posible. Y cada día, con nuestras decisiones, la estamos sembrando en una dirección.
Reflexión final: Todos tenemos fe, incluso cuando creemos que no. La pregunta es: ¿en qué estás creyendo tú?
Amado de la Rosa.
Terapeuta Especialista en Inteligencia Emocional
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