Por Carolina Ruiz Rodríguez
Nadie se despierta un día y decide, sin más, abandonar su casa, su familia o su comunidad. Migrar no es un impulso: es una decisión que se cocina lentamente en la urgencia, en la desesperación o en la esperanza. A veces nace del miedo; otras, del amor. Pero siempre, siempre, implica un alto costo humano y, muchas veces, un sacrificio que se carga para toda la vida.
En Morelos lo sabemos bien. En nuestras comunidades late esa conversación triste y orgullosa a la vez: la del hijo que tuvo que irse porque aquí el salario no alcanzaba; la de la madre que cruzó para pagar medicinas; la del joven que se arriesgó para sostener a sus hermanos; quien quiso seguir una tradición familiar, reunirse con alguien querido o simplemente huir de la violencia.
¿Qué motiva realmente a alguien a migrar? La respuesta es tan simple como brutal: la necesidad de vivir con dignidad. La migración suele ser la última puerta cuando todas las otras se han cerrado.
Pero abrir esa puerta tiene un precio. Migrar de manera irregular no sólo golpea el cuerpo: hiere los bolsillos, la estabilidad emocional y, en ocasiones, la propia vida. Hoy, un cruce sin papeles hacia Estados Unidos puede costar entre 80 mil y 200 mil pesos, según la ruta, el “coyote” y los riesgos del trayecto. Y aun pagando, nada garantiza llegar.
Hay familias que venden terrenos, casas, animales, que rentan o hipotecan lo poco que tienen para financiar lo que, en realidad, es una travesía llena de peligros y sin final seguro.
El migrante de hoy se enfrenta a asaltos, extorsiones, secuestros, violencia sexual, desapariciones y a la presencia constante del crimen organizado. Historias que conocemos en las organizaciones civiles, en los albergues, en los consulados y en nuestras propias comunidades. Historias que no deberían repetirse y que, sin embargo, siguen ocurriendo todos los días.
Y si logran llegar al otro lado, la realidad tampoco es sencilla. Allá los espera un país dividido, donde la política migratoria cambia al ritmo del clima electoral. Son criminalizados, perseguidos y empujados a vivir con miedo permanente a una redada o a una deportación repentina. Trabajan jornadas interminables en la construcción, el campo, los restaurantes o los servicios domésticos. Pagan impuestos sin acceso pleno a derechos. Aportan a la economía más poderosa del mundo mientras cargan, en silencio, la incertidumbre del mañana.
A pesar de ello, nuestros migrantes no son víctimas pasivas: son pilares. Sostienen a sus familias, sostienen a sus comunidades y sostienen, incluso, la economía de varias comunidades gracias a remesas que cada año significan más. Pero ninguna remesa reemplaza un abrazo, una silla vacía en la mesa, una fotografía sin toda la familia.
Para comprender cada dimensión de este fenómeno, para transformar tragedias en historias de esperanza y para salvaguardar sus derechos, en noviembre de 2024, hace un año, se creó en el Congreso de Morelos la Comisión de Atención a Personas Migrantes.
Desde esta comisión buscamos mirar la migración sin prejuicios ni indiferencia, sino con responsabilidad, humanismo y compromiso. Hoy Morelos y México son origen, tránsito, retorno y destino; y eso nos obliga a garantizar acompañamiento, seguridad, inclusión y trato digno en cada etapa. A quienes parten buscando oportunidades, y también a quienes llegan aquí tratando de encontrarlas.
A los que se han ido, a quienes piensan irse, a quienes regresan y a quienes apenas llegan: este artículo es para ustedes. Su historia es, en gran medida, la historia de Morelos y de México. Son la prueba viva de que la esperanza tiene un costo, pero también una fuerza indoblegable.
Migrar no debería ser un acto de sobrevivencia. Nuestro reto, como Estado y como sociedad, es lograr que algún día migrar sea sólo una elección —no una condena, no un riesgo, no un sacrificio—. Hasta entonces, no dejaremos de trabajar por ustedes.
*Diputada local y presidenta de la Comisión de Atención a Personas Migrantes en el Congreso de Morelos
